Hijo de Carlos Larrañaga y María Luisa Merlo, nieto de Ismael Merlo, sobrino de Amparo Rivelles… Sin duda, Luis Merlo tiene genes de actor. Tres décadas después de su debut sigue hablando de inseguridades en la escena, pero en el fondo es un idealista con un toque de desencanto. Pronto lo veremos en la novena temporada de La que se avecina: “Ha sido como volver a casa”.

En la obra de teatro El crédito hablas de villanos y también de héroes. ¿Tú tienes el tuyo?
Sí, cualquier persona capaz de seguir luchando por la cultura en esta isla desierta donde nos han dejado lo es.

¿Es sano reírse del sufrimiento?
No hay nada más sano que reírse de uno mismo. Jordi Galcerán, que se parece a Woody Allen, transforma en humor negro temas que a priori no hacen gracia. Mi tía Amparo, a quien más he querido en este mundo, nos hizo reír una semana antes de morir. ¡Eso es el sentido del humor!

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¿Crees en el destino?
No, porque entonces pensaría que todo se lo debemos al azar. Yo creo en el ‘destino currado’.

Tu compañero en escena es Carlos Hipólito. ¿Alguna vez saltan chispas entre vosotros?
Igual hemos tenido dos choques en tres años, pero con cariño y complicidad. Este trabajo es como un matrimonio de desecho maravilloso (risas).

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Tú llevas casado varios años…
Tanto tiempo que estamos a punto de separarnos….(risas) Es broma, es broma.

¿Te gustaría tener hijos que siguieran tus pasos?
No. Me parece la cosa más difícil del mundo, y yo soy más egoísta. A un hijo solo lo educas para que se marche. Lo que tengo para volcarme afectivamente son animales de acogida que encontré en situaciones precarias.

¿Te ha marcado pertenecer a una familia de tanto éxito?
Ellos eran libres cuando aún mandaba un señor de Ferrol y hablaban de literatura y libertad de expresión. Tuve una familia cósmica con todos los astros: abuelastra, padrastro, madrastra…

Debutaste en teatro en 1985 y por la puerta grande, con Mario Gas.
Fue hace 30 años y nunca me he sentido un alumno aventajado; al contrario, he sido muy torpe. Por esas inseguridades he tenido que trabajar el doble que los demás. Enseguida tuve claro que ésta no es una profesión para cobardes ni para pusilánimes.

¿Por qué eres tan inseguro?
Porque no me gusto. Por eso amo el teatro, porque solo veo los defectos y como en directo no me puedo ver (risas).

El éxito en televisión te llegó con Aquí no hay quién viva. Vuelves con otro registro.
Sí, el personaje de Mauri es el regalo más bonito que me han hecho. Ahora cambio de registro con Bruno, un paciente de Judith [Cristina Castaño]. Es un neurótico, ¡más que Mauri!, lleno de ternura y contradicciones.

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¿Cómo te sientes camino de los 50?
Mejor que nunca. Pero, claro, a peor no podía ir (risas). Mi mal endémico es que siempre me ha interesado más el bienestar ajeno que el propio. Yo de joven era un señor con una bolsa que decía: “Ya veré dónde duermo hoy”. Pero con la edad todo se calma.

Fue muy comentada tu imagen con 18 kilos menos y musculado para la obra El deseo. ¿Desde entonces cultivas el cuerpo?
Iván Perujo, el que se publicitó como mi entrenador personal, es un sinvergüenza que creía amigo; por eso no le demandé. Solo me queda decir que yo no hago homenajes de culto al cuerpo; fue una preparación para un trabajo concreto. A mis 50 años, prefiero rendirme a la mente y a las personas interesantes.

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DE UN SORBO
¿Te gusta el café?
Solo tomo el del desayuno, hecho en una cafetera que Maribel Verdú, mi cuñada, y mi hermano me regalaron el día de mi boda.

¿Te levantas de buen café?
Hasta pasada media hora mejor no te acerques a mí.

¿A quién invitarías?
A José Luis Zapatero. Pasarán muchos años hasta que vuelva a surgir alguien así. Apoyó los matrimonios homosexuales, la protección en educación, retiró las tropas de Irak…

¿Y no darías ni agua…?
Al que vino después de Zapatero.

¿Y si te diera poderes…?
Pediría el de la igualdad de una puta vez.

Un libro.
La tregua, de Mario Benedetti.

Y un deseo.
Me conformo con no volver a ver la cara de Montoro.